mardi 13 juillet 2010

Tampoco es profeta en su (otra) tierra *

La sorpresa es general. Algunos la manejan mejor que otros, pero hay que admitir que ya nos acostumbramos a las respuestas epidérmicas y emotivas del vicepresidente Santos. Y por una vez su ‘derroche’ de emoción y su dificultad para mantener alguna distancia objetiva es casi que justificada.

Íngrid ha dado la última estocada a un país que progresivamente había caído en un proceso de desamor frente a ella. Ella, su madre, sus hijos y su hermana aprovecharon el último viaje a Colombia realizado por la ex secuestrada más famosa del mundo, en el marco de la celebración de los dos años de su liberación, para demandar al Estado colombiano.

Reclaman, en dos demandas separadas, 15.000 millones de pesos de daños y perjuicios que consideran que el Estado colombiano les debe. Un Estado al que durante los seis años de cautiverio de Íngrid negaron como interlocutor válido en numerosas ocasiones, que criticaron y acusaron de inmovilismo, que vilipendiaron y arrastraron al lodo como pudieron.

Ese mismo Estado que rescató a Íngrid, de manera más o menos cuestionable (el asunto de los petos sigue siendo motivo de polémica, sobre todo por el papel esencial que juega la Cruz Roja en la protección de civiles en el contexto del conflicto colombiano) y que la devolvió a la libertad y a su familia. Ese Estado al que Íngrid agradeció y felicitó justo después de recobrar su libertad.

¿Cómo interpretar entonces esta demanda a los ojos de un país que la consideraba una heroína?

Los franceses, hasta la liberación de Íngrid, habían mantenido un frente unido de admiración y compasión no sólo hacia Íngrid y su terrible cautiverio, sino hacia su familia, tan flagrantemente ‘secuestrada’ también y atrapada en un mundo de negociaciones que no avanzaban. Aceptaron durante esos seis años la polémica posición adoptada por sus hijos y su madre, prontos a atacar al Gobierno colombiano sin nunca o casi nunca mencionar a las Farc, ni a los otros secuestrados. El caso de ‘maman’ (como la llamaban Lorenzo y Melanie en todas sus entrevistas) era exclusivamente culpa directa del Estado colombiano. Los franceses poco cuestionaron esa actitud.

Sería entonces lógico entonces que consideren normal la demanda interpuesta por Íngrid. Salvo que la Íngrid que salió de la selva no les agradó a los franceses; demasiado religiosa, demasiado criticada (por Clara Rojas, por los tres americanos, entre otros), la nueva Íngrid sembró la duda en el espíritu de los franceses. Como si comprendieran de un solo golpe que la Íngrid que tanto admiraban no era quien pensaban, como si sus defectos hubieran aparecido de un día para otro revelando una persona que mucho ha sufrido pero que era menos admirable y heroica de lo que habían pensado. Las reacciones frente a la demanda siguen esa evolución de la opinión pública, los medios se han mostrado neutros o inclusive perplejos ante la solicitud de Íngrid, y en los foros de Internet los comentarios que se puede leer son cada vez más duros.

La actitud de la opinión pública ante el secuestro de Íngrid era casi comprensible. Para un francés es difícil concebir vivir en un país donde el Estado no controla la totalidad del territorio, donde la autoridad es cuestionada y reemplazada por otros actores, donde según las zonas, es peligroso o no aventurarse, y donde 3.000 personas o más están privadas de su libertad a manos de grupos insurgentes. Por eso nunca entendieron que muchos colombianos consideraran que Íngrid se había ‘buscado’ su destino el día que la secuestraron las FARC. Frente a su solicitud de ser escoltada o al menos hacer parte de un grupo de personas que debían viajar al Caguán, el Ejército y otros representantes del gobierno Pastrana le hicieron saber que su seguridad no podía ser garantizada. Tal fue la oposición que encontró ante su proyecto, que finalmente firmó un documento asumiendo la responsabilidad de sus actos cuando emprendió el viaje por tierra.

Pero Íngrid quería mostrar su apoyo a la gente de San Vicente del Caguán, o eso decía, y los franceses encontraron esa actitud admirable. Por eso se arriesgó a ir a una zona de combate, llena de guerrilla, sin las precauciones mínimas y ninguna seguridad. Emprendió el periplo acompañada por Clara Rojas, el director de logística de la campaña de Oxígeno, un camarógrafo y un fotógrafo, y una periodista de Marie Claire (revista femenina francesa de “sociedad”), ésta última, luego de los diversos encuentros con las autoridades, comprendió lo peligroso del proyecto y decidió no acompañarlos.

¿Cuál era entonces el verdadero objetivo de ese viaje? ¿Qué pensaba demostrar? ¿Por qué no hacerlo con un miembro de la prensa política y no de la prensa ‘glamour’?

Pareciera que Íngrid seguía en la campaña que la había guiado desde el lanzamiento de su candidatura a la Presidencia, o es más, desde el lanzamiento de su libro La rabia en el corazón, inicialmente publicado sólo en Francia: una campaña destinada a impresionar a los franceses. (O al menos a las francesas que leen Marie Claire). El resultado desastroso de esa decisión lo conocemos todos.

Hoy, Íngrid y su familia, después de años de negar al gobierno colombiano como interlocutor válido, después de haber construido una imagen terriblemente negativa de Colombia y de sus dirigentes (a veces sin mucho esfuerzo o dificultad, hay que anotarlo), se voltean hacia ese Estado para exigir reparación. Olvidando de nuevo, así como durante los seis años de cautiverio, que el Estado colombiano no es responsable de éste (sino las Farc), que el Gobierno no la obligó a ir al Caguán, no le propuso partir sin escolta, no la ‘abandonó’ sin advertirle las consecuencias posibles de sus actos.

Espero que la demanda no prospere y no favorezca a Íngrid y a su familia, por múltiples razones. Porque su caso no puede ser comparable al de los diputados caleños, secuestrados ejerciendo su deber en la Asamblea Departamental y que cimco años después fueron asesinados por las Farc durante una operación de rescate fallida. Porque no merece ser indemnizada por haberse puesto conscientemente en peligro. Porque ese Estado al que quiere hacer pagar su afán de protagonismo la rescató. Y sobre todo, porque el contribuyente colombiano no puede pagar por la imprudencia de una política que buscaba desesperadamente una manera de ganar algo de notoriedad (principalmente ante los ojos de la opinión pública de OTRO país).

Curiosamente, la noticia de la demanda se conoció casi en simultánea con la decisión del gobierno francés de adoptar una ley de ‘Acción Exterior de Francia’ la cual consagra que los gastos de rescate de una persona ‘habiéndose expuesto deliberadamente, salvo con motivos legítimos, a riesgos que no podía ignorar’, tendrán que ser asumidos por esa última. Siendo Íngrid ciudadana francesa, ¿qué habría sido de ella si el gobierno francés lograba rescatarla en la operación que habían montado en Brasil? ¿Tendría que pedir limosna para reembolsar al Estado francés? ¿O serían suficientes los derechos y las regalías que ha recibido y recibirá por los diferentes libros, películas y artículos de prensa sobre su cautiverio?

Creo que hoy día, los franceses que tanto admiraron a Íngrid por su integridad y su afán por sacar adelante a Colombia estarían de acuerdo en ver pagar a Íngrid hasta el último centavo de su rescate antes de verla llenarse los bolsillos con el dinero del erario de un país en guerra al que años antes pretendía tratar de defender de la ‘voracidad’ de sus políticos.

* Publicado en Semana Online http://semana.com/noticias-opinion-on-line/tampoco-profeta-su-otra-tierra/141635.aspx

vendredi 4 juin 2010

¿Ganaron la lechona y el tamal? *

A pesar de las tendencias previstas en las encuestas, Juan Manuel Santos recogió un número extremadamente elevado de votos durante la primera vuelta de las elecciones Colombianas. La sorpresa no es que Santos ganara la primera vuelta, sino lo cerca que estuvo de ganar la presidencia sin necesidad de una segunda así como la distancia abismal entre sus resultados y los de Antanas Mockus.

¿Qué conclusión sacar de esta disparidad entre las previsiones y la realidad?

Primero y evidentemente, que como siempre, las encuestas son simplemente ‘pistas’ de la intención de voto de la gente y que, sobre todo, no cubren la totalidad de la población, limitándose a proyectar resultados basados en tendencias urbanas, dejando de lado a una gran parte del electorado del país.

De ahí la pregunta, ¿habrá sido este, para no desmentir una tendencia vieja como la misma Colombia, el triunfo de la lechona y el tamal? ¿De los buses organizados para sacar a la gente de sus veredas y traerla a los cascos urbanos a votar? ¿El resultado de un par de camisetas y algunas promesas vanas?

La respuesta es sí. Una declaración de intenciones de un partido no es suficiente para cambiar las prácticas ancestrales que minan al país. Obvio, el clientelismo se mantiene y está magistralmente manejado por los partidos ya establecidos. Más obvio aún, si sumamos al tamal y la lechona los comentarios apenas vedados y claramente partisanos del actual presidente.

Pero el clientelismo se queda corto para explicar estos resultados. Lo que vimos ayer no es la consecuencia solamente de la manipulación de los indecisos al último momento, de la ‘compra’ de votos, del clientelismo tan arraigado y aceptado como práctica usual, del fraude o de la picardía que tanto aprecia Santos.

El resultado del domingo es el síntoma de algo mucho más grave.

Los colombianos llevamos más de 50 años en guerra. Una guerra que no se deja nombrar como tal pero que es guerra sea cual sea el eufemismo que la represente. Y en esos 50 años, pero sobre todo durante las últimas décadas, la legalidad se ha ido deslizando hacia una zona gris cada vez más difícil de navegar.

El triunfo de Santos es preocupante porque demuestra que la opinión pública colombiana está dispuesta a sacrificar muchas cosas en nombre de la seguridad: la democracia, el Estado de derecho, la transparencia, el respeto a los derechos humanos.

No se puede negar que el gobierno de Uribe deja logros, algunos importantes, otros más pasajeros. Pero tampoco se puede negar que deja como herencia un desprecio marcado hacia la legalidad, el recurso a prácticas cada vez más reprochables y una hostilidad hacia los defensores de derechos humanos que debería escandalizar a cualquier ciudadano.

Pero no a los colombianos. Después de tanto conflicto, de tanta muerte, el colombiano hizo el duelo de su derecho a que no le mintieran y de paso hizo el duelo del debido proceso, de la transparencia, del respeto de la ley para quienes son considerados como ‘enemigos de la patria’. En esa visión del mundo en la que ‘todo se vale’ para derrotar a las FARC y otros grupos guerrilleros, se vale asesinar jóvenes sin defensa, se vale apoyar a los paras, financiarlos, armarlos, controlarlos desde el senado, se vale vigilar a las cortes, se vale usar de manera fraudulenta el símbolo de la Cruz Roja, se vale pagar por los votos, se vale violar fronteras y alienarse a nivel regional. Todo se vale.

En los últimos años el desprecio por la vida, por la legalidad se ha hecho cada vez más flagrante y los colombianos votaron el domingo 30 de mayo con conocimiento de causa, puesto que los escándalos son tan gruesos, tan obvios, que hasta los ‘medios’ remotamente dignos de ese nombre los revelan a pesar de las presiones, de las dificultades, de la falta de análisis.

Los colombianos conocen las horrendas y reprochables prácticas que la ‘seguridad democrática ha traído; la existencia de las chuzadas, de los falsos positivos, de los subsidios de agro ingreso seguro, de los ataques cada vez más agresivos contra los defensores de derechos humanos. No es ignorancia, deciden simplemente hacer caso omiso todos estos factores y considerar que es un sacrificio necesario, el precio que el país debe pagar para lograr el objetivo final de destruir a la guerrilla.

Salvo que un país sin alma, sin reglas, con o sin guerrilla será un infierno y que las raíces profundas de la insurgencia no habrán sido sino reforzadas, volviendo en algún punto a un inevitable recomenzar. El caso de Sri Lanka está ahí para demostrar que el ‘todo se vale’ puede costarle muchísimo a la democracia.

Un amigo me dijo antes de las elecciones: “Mockus está bien para ser presidente de Colombia dentro de 8 años, cuando todo esto se haya terminado, antes es imposible”.

Error. Nada de esto, salvo la legalidad, se habrá terminado en 8 años, si el precio de ‘ganar’ la guerra es vender el alma del país. Lo único que se habrá terminado es la confianza de los colombianos en sus instituciones, se habrán terminado las expresiones sociales que no corresponden al molde de la ‘seguridad democrática’, se habrá terminado una generación de jóvenes, usada como carne de cañón (como soldados, guerrilleros, paras o falsos guerrilleros) en un conflicto que solo se terminará mediando este terrible pago. Este es el mensaje de los ‘resignados’.

Colombia merece más. Mucho más. Merece que los colombianos NUNCA nos resignemos. Merece soluciones apegadas a la legalidad, merece políticos que no financien a los paras, que no se roben la plata, merece defensores de derechos humanos respetados y escuchados, merece espacio político para todas las tendencias.

Colombia, la supuesta democracia más estable de América Latina, merece aspirar a convertirse en una democracia de verdad.


*Publicado en Semana Comunidades http://comunidades.semana.com/noticias/ganaron-lechona-tamal/5135.aspx